La Siguanaba


El viento cabalgaba libre entre las copas de los árboles. Los ocotes en los jacales vomitaban sus llamas que danzaban al compás de la música de una marimba cuache. La noche de puntillas y descalza caminaba por las calles, como si fuera una ishtía malcriada.



-Sólo la cusha me anima-, se oyó una voz desde adentro de la cantinucha “El Jocosh Amigo”, donde llegaban más moscas que clientes.



-Dejate de babosadas, vos Juan Huista-, se escuchó, seguido de una sonora carcajada.



El reloj del tiempo anunció las ocho.



-Qué vas a saber vos de esas cosas.



-Tenés razón vos Juan Huista. Sólo sé de machete, azadón, mecapal, lazo y de guaro.




Los recuerdos eran un reguero de tizones de roble. Hablaron de ella, de su desaparición extraña.



Cuando Juan Huista la evocaba, un rosario de lágrimas brotaba de sus dos ojos que más parecían frijoles camaguas.

-Esperame un chachito-, le indicó Juan Huista-, ya regreso. Voy a echarme una mi miada.


Saliendo de ese antro de perdición estaba cuando, por una de las calles empedradas, apareció una mujer vestida de blanco, cuyo rostro tenía oculto.



-Es la María Chirimía-, murmuró emocionado, y se dirigió hacia ella.



-¡María Chirimía! ¡María Chirimía! Gritó a todo pulmón.



La mujer regresó lentamente por donde llegó. El, por supuesto, fue detrás de ella. Una duda de si realmente era ella, le surgió del cerebro como un jocosh enclenque.



Pero cuando vio una cintura esbelta, sus redondas caderas, sus pechos turgentes y todo su cuerpo sensual, la duda se esfumó, como un suspiro.



-¡María Chirimía! ¡María Chirimía!.



En ese lapso, los perros con su aullar lastimero espantaron al sueño que se adormecía profundamente.




Juan Huista se acarició los mechones ralos de bigotes con saliva, y musitó: “Ahora sí te jodo”.




Con un ademán de su fina mano, lo invitó a que la siguiera. El obedeció. Iba camino al cementerio. Eso lo sabía perfectamente, pero no le dio importancia. Ya en el camposanto, ella se detuvo, y él corrió jubiloso a abrazarla.



Cuando la tuvo en sus brazos, ella le dio la cara y cayó aterrorizado al verle la cara de caballo, con sus ojos de fuego.



-La Siguanaba-, pensó antes de desplomarse.



Con los primeros rayos del alba, encontraron su cadáver mutilado, como si una fiera lo hubiera devorado.




-Jue La Siguanaba-, argumentó una anciana que se chupaba las únicas muelas podridas que lucía con orgullo.